Se ha anunciado la beatificación de Mons. Jacinto Vera, un personaje fundamental en la vida pública uruguaya de la segunda mitad del siglo XIX, que excede lo estrictamente religioso. Testigo de diferentes gobiernos, revoluciones y enfrentamientos entre partidos, su conducta respecto a las autoridades políticas siempre estuvo guiada por ciertos principios irrenunciables: el reconocimiento de la autoridad constituida, colaborando con ella en todo lo que condujera al mejoramiento social; la no participación en la política activa, que podía ser causa de división, pero sí colaborar activamente con el bien común; el trato sacerdotal y humano con todos sin distinción, en la tarea de su ministerio. Como él mismo lo dirá, dicho ministerio “rechaza toda injerencia en los sufragios populares y solo debe contraerse a persuadir al ciudadano que la sumisión y obediencia al Gobierno es un deber de conciencia”.
Esta forma de actuar fue la que le valió, desde el inicio de su sacerdocio, el aprecio y la confianza que depositaban en él por su honradez, espíritu de colaboración al bienestar de la población, libertad y rectitud de conciencia. Siempre procuró ayudar a la paz y a la unidad de los orientales, incluso mediando en las contiendas entre las divisas. Pero, el lugar que debía ocupar desde su ministerio sacerdotal lo hizo estar al margen de los vaivenes de la política inmediata, sin que ello fuera óbice para su trato amable, generoso, franco y alegre, tan característico de su persona.
Estos principios y virtudes los mantuvo en forma inalterable cuando ocupó la jefatura de la Iglesia uruguaya, primero como vicario apostólico y luego como obispo. No fueron pocas las diferencias y enfrentamientos con el gobierno, en una realidad no solo de inestabilidad política, sino de profundos cambios ideológicos. Su acción al frente de la Iglesia oriental coincide con las décadas donde comienza y se desarrolla un proceso secularizador que se realizará al margen de la Iglesia. Una lectura simplista invita a entenderlo como una lucha entre “jesuitas y masones” que disputan el espacio público. Sin embargo, para apreciar sin distorsiones el papel de la Iglesia, y de Jacinto Vera, es preciso comprender la situación de extrañeza jurídica en la que se encontraba la Iglesia en un Estado que formalmente era confesional, pero en la práctica se iba alejando cada vez más del deber constitucional de proteger la fe católica.
No se puede explicar en clave de división ideológica y política lo que son problemas de disciplina de la vida religiosa, escándalos morales y conducción de la vida eclesiástica, en los que el gobierno nacional quiere intervenir en forma indebida. La postura de Jacinto Vera lejos de ser la de un espíritu intolerante o contario a los designios del progreso es la de quien pretende liberar el gobierno eclesiástico de la constante intromisión de los poderes estatales. Y lo hará con paciencia, rectitud, orden y justicia, preocupándose por el bien de la Iglesia, sus derechos y la libertad para realizar la tarea evangelizadora. Ello supone no solo la libertad de predicar la Palabra de Dios y administrar los sacramentos, sino también de conducirse en su disciplina (elegir cargos eclesiásticos, administrar justicia, etc.) con la autonomía propia de su jurisdicción.
Así actúa en el conflicto de los cementerios: asume la situación con firmeza, defiende los derechos de la Iglesia, sufre los ataques, pero busca la paz y da forma a través del diálogo a una salida justa al conflicto, cediendo para ello en sus pretensiones. Lo mismo podemos decir del conflicto eclesiástico, en el que es capaz de soportar hasta el destierro y que el gobierno deje de reconocer su investidura, por defender lo que a conciencia consideraba un derecho de la Iglesia, es decir, la libertad de tomar decisiones en aquello que era propio de su soberanía. Lo que algunos interpretan como inflexibilidad no es más que rectitud en el obrar, de acuerdo a lo que considera que es su deber, como él mismo lo expresa: “puedo renunciar a mis derechos pero nunca a mis deberes”. Su actuar es prudente y obediente, pero sin resignar lo que se le impone como verdad.
Nada diferente fue su actitud frente a otros acontecimientos, como la reforma escolar valeriana o la creación del Registro Civil, donde prima el respeto a la autoridad estatal en lo que a ella compete, pero también la defensa de la libertad de la Iglesia donde puede verse agredida. Así, don Jacinto Vera nos dio testimonio de una Iglesia que “ha enseñado a los hombres a ser libres sin licencia y súbditos sin servidumbre“.